Episodios para una posibilidad política del arte en medio de un octubre de tres meses

En De la marcha y el salto, Gloria Elgueta y Claudia Marchant (comp. y ed.)
Tiempo Robado editoras, Santiago, 2020, 364 págs.
ISBN: 978-956-9364-26-6

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 “Se fundieron después como la cera / mezclando en uno solo sus colores / ninguno parecía el que antes era, / igual que avanza en un papel la llama / formando un cerco de color oscuro / que ya no es blanco pero aún no es negro. / Los otros miraban y gritaban: / ‘¡Ay, ay, Agnolo, cómo estás cambiando! / Ahora ya no eres dos, ni uno tampoco”.

Dante Alighieri, Comedia. Canto XXV, Infierno.[1]      

Intentar un análisis desde las posibilidades del arte en contexto de una revuelta como la que comenzó en octubre de 2019 necesita de algunas consideraciones previas que puedan dar algunas pistas no sólo del estado de nuestras herramientas críticas ante el momento extraordinario en el cual nos encontramos sino también de los caminos que señalará, a modo de propuesta, este texto.

Primero, estos meses de estallido social pueden ser leídos como un momento sin lenguaje. O, al menos, sin el lenguaje tradicional desde el cual se levantan los distintos análisis de nuestras sociedades. Esto es especialmente dramático para el lenguaje de la academia, cada vez más formateado por artículos indexados y formularios de postulación a fondos de investigación o creación. Un lenguaje nuevo, mucho más cercano a la experiencia, está generando otras formas de entendimiento y conexión, mucho más sintéticas, visuales e, incluso, poéticas. La escritura de párrafos como este que ahora redacto parece de pronto mucho menos efectiva que los miles de rayados en las paredes, gritos de las manifestaciones o intervenciones performáticas en el espacio público. Un buen ejercicio al respecto lo realizó el escritor Álvaro Bizama en una columna para Página 12, de Argentina, titulada “La lengua Alien”,[2] publicada el 10 de noviembre de 2019 (día 23 de la revuelta).

Y el asunto se hace mucho más evidente en una conversación cotidiana, si ha de haber cotidianeidad en estos días. Ante una pregunta simple en un encuentro casual, como “¿cómo estás?”, una serie de sonidos, balbuceos, ensayos de ruidos sin articulación conforman una respuesta que, contra todos los pronósticos, es totalmente coherente y comprensible. Un “mmm”, un “mmmeeeh” o un “eehhhm” parece ser la respuesta más habitual. La particularidad de este tiempo radica en que la ambigüedad de dicha respuesta no necesita de un sucesivo “¿por qué?”. Ese “mmm” o “mmmeeh” no necesita explicación, es el sonido más claro de aquello que se está formando en nuestro nuevo lenguaje.

A propósito de esto, y en una primera referencia a una de las autoras que servirá de estructura troncal a las ideas que siguen, Suely Rolnik explica que esta necesidad de buscar un lenguaje que se acerque más a la experiencia vital es algo que la lengua guaraní conoce muy bien. Para ellxs, ñe’e raity es una de las formas de decir garganta, y significa literalmente “nido de las palabras-alma”. 

Ellos saben igualmente que hay un tiempo propio para su germinación y que, para que esta sea llevada a término, el nido tiene que ser cuidado. Estar a la altura de ese tiempo y de ese cuidado para decir de la manera más precisa posible aquello que sofoca y que produce un nudo en la garganta y, sobre todo, lo que está aflorando frente a aquello para que la vida recobre su equilibrio (Rolnik, 2019, pp.22-23).

Ese nido, que es donde se gesta la vida, lejos del lenguaje tradicional, es el que en un primer momento de saludo entre dos personas suena como un “mmm” o como un “mmmeeh”. Podría leerse este intercambio a pequeña escala como un eco, un retumbe, del grito (también vida en gestación, incubándose en la garganta) que ese 18 de octubre pareció instalarse en Chile.

En segundo lugar, se me hace urgente advertir que el recorrido que seguirán estas reflexiones es estrictamente personal. Es decir, el orden en que se presentarán las ideas está determinado por cómo estas fueron apareciendo en la búsqueda personal de recursos y referencias para este momento, y lo mismo respondieron a conversaciones y sensaciones como a necesidades laborales, particularmente en mi trabajo docente en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Es por eso que en algunos pasajes reservaré algunas ideas para retomarlas más adelante; en otros momentos no será posible volver a ellas y quedarán por ahí esperando a ser completadas más adelante, por alguien más.

Este camino estratégico de escritura intenta ensayar una coherencia con lo que trataré de proponer: evitar el cierre y la clasificación, la impostura avasalladora de verdades con las cuales plagamos el lenguaje tradicional, para dar paso en su lugar a una historia inconclusa, sin terminar, contradictoria incluso. Dispuesta a seguir siendo enmendada una y otra vez.

Episodio I – Seminario Internacional de Investigación en Arte, Montevideo.

El día 15 de octubre aterricé en Montevideo. El objetivo del viaje era participar de un seminario sobre investigación en arte. El tema de mi presentación se centraba en el trabajo del artista español Santiago Sierra y un posible giro en sus estrategias artísticas desde lo que se ha denominado “estética remunerada” y algunas de sus intervenciones posteriores al año 2010. Si bien el mencionado giro del artista apareció hace poco dentro de mis temas de investigación, la obra de Santiago Sierra ha sido un tema recurrente en mi trabajo a lo largo de los últimos diez años.[3] Hay dos cosas que me parecen especialmente poderosas de su obra: primero, la posibilidad de pensar el arte como acción política más allá (o más acá) de las nociones de utopía que han marcado la historia del arte, desde las vanguardias históricas hasta las propuestas de lecturas microutópicas de la estética relacional[4] en el arte contemporáneo. La obra de Sierra siempre ha sido más tensa que eso, se sitúa en medio del conflicto sin intentar solucionarlo, sin pretender un lugar reivindicativo del artista, sino más bien procura la iluminación de los espacios más oscuros de nuestras prácticas políticas. Por otro lado, su trabajo artístico permite identificar una serie de mecanismos naturalizados, legalizados, de control sobre los cuerpos. Se trata de una concepción eminentemente biopolítica, de mecanismos invisibles que van clasificando seres humanos, determinando los límites de su acción vital y diferenciándolos de otros cuerpos más aceptados por las dinámicas mercantiles.

Si bien no creo necesario ahora mismo profundizar teóricamente en este tema, quisiera describir brevemente un ejemplo que podría ilustrar el problema de trabajo. El año 1999 Sierra lleva a cabo una obra titulada Línea de 250 tatuada sobre 6 personas remuneradas, en la ciudad de La Habana. Según él mismo describe, en ella seis jóvenes desempleados, sin tatuajes y sin intenciones de tener uno, consintieron ser tatuados con una línea continua sobre sus espaldas a cambio de $30. Esta obra, junto con muchas otras, muestra como la remuneración -herramienta legal, naturalizada e incluso deseada- puede subyugar un cuerpo y su voluntad.

Por otro lado, entre los años 2009 y 2011 Sierra realiza su obra/documental No, global tour. Dos letras gigantes montadas en un camión que juntas conforman la palabra NO, recorren las calles de distintas ciudades del llamado primer mundo y se detienen sobre los edificios que son signo inequívoco del poder: bancos, parlamentos, instituciones internacionales y transnacionales. La negación como acto de rebeldía frente al poder, una económica fórmula de dos letras que actúa con altísimo rendimiento frente a los símbolos de quienes manejan las dinámicas de la vida actual, marcan el centro del giro que buscaba mostrar. Ya no hay cuerpos oprimidos (marcados de por vida), sino una escala y una visualidad que, por naturalizada, se ha vuelto invisible: la de los opresores. Pero en este último ejercicio no hay cuerpos. Aun cuando en ambas obras el objetivo es el mismo, pareciera que hay algunos cuerpos disponibles para esta develación y otros que simplemente no pueden aparecer: blindados, protegidos, impunes, no son susceptibles de intervención ni registro. Algo parece sugerir la escala de cada una de las obras: mientras una ostenta la relación 1:1, los cuerpos en relación a sí mismos, otra eleva ese coeficiente a cierta monumentalidad del poder, su carácter de inabarcable, el cual sólo puede ser enfrentado desde formas a gran escala.

Muchas lecturas y análisis podrían desprenderse de esta constatación tales como las disyuntivas éticas de la labor del artista o las implicancias formales de las directrices políticas en el arte, pero no es este el lugar ni el momento para hacerlo. Lo cierto es que cada uno de los días del seminario en Montevideo estuvo acompañado por un creciente número de vídeos que llegaban de Santiago mostrando cómo grupos de estudiantes secundarixs saltaban los torniquetes del Metro tras el anuncio del alza de 30 pesos en el valor del pasaje. “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”. Los videos se multiplicaron hasta que el 18, dos días después de mi turno para presentar, la señal internacional de la que debería ser la televisión pública chilena daba cuenta de lo inaudito. Ni el lenguaje académico, ni las preocupaciones en torno a la producción de obra de un artista español, ni los problemas de escala y representación en el arte contemporáneo tenían ahora sentido alguno.  El regreso a Santiago sería en medio de un toque de queda.

Episodio II. ¿Qué puede el arte?

Los militares en las calles, las noticias de las primeras personas muertas, heridas y torturadas, la ciudad irreconocible y las paredes atestadas de rayados eran elementos constitutivos de esta nueva realidad. Se podían sentir, percibir, atravesaban cada experiencia, pero todavía no tenían un lenguaje conocido. Escribir, analizar, aventurar conclusiones no sólo era imposible, sino también una total pérdida de tiempo. Más allá de lo obvio, las décadas de abuso de un sistema perverso y feroz, las explicaciones de intelectuales y académicos que poblaron los medios de comunicación no parecían acercarse ni un poco al centro del acontecimiento. Mientras los traumas oculares y pérdidas de ojos se amontonaban (Nábila Rifo[5], el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, fue lo primero que se me vino a la cabeza) y se instalaba un símbolo inaprehensible sobre el acto de ver/no ver, las reflexiones desde la estética, el arte o la teoría no alcanzaban siquiera a ordenarse cuando la calle ya estaba dando cuenta de la enorme cantidad de sensaciones que se albergaban en un mismo tiempo y espacio. Inutilizadas las formas tradicionales de pensamiento y creación, un momento suspendido del lenguaje levantaba como tantas veces la pregunta sobre qué puede el arte.

“¿Qué puede el arte?”, se pregunta Suely Rolnik en una reedición de 2003 del libro Micropolíticas. Cartografía del deseo, un viaje que realizó junto a Félix Guattari por el Brasil de los primeros años de la década del ochenta. La inclusión de este texto bajo un apartado más grande que lleva por título “Geopolítica del rufián”, conecta y actualiza dos momentos separados por aproximadamente veinte años: la emergencia del Partido de los Trabajadores y su llegada al poder, encabezado por Lula Da Silva.  Es un texto que visito cada semestre para el cierre del curso de Arte y política que doy en la universidad. Y es que esta pregunta, qué puede el arte, es una síntesis del nodo fundamental del cruce arte-política y parece encerrar en sí misma otra serie de preguntas fundamentales: ¿qué es el arte político? ¿hay alguna línea que marque la diferencia entre arte político y arte de propaganda? ¿es necesario establecer ese límite? ¿viene el arte a estetizar la política o tiene, como advertía Benjamin, reales potenciales de acción?

Un primer bloque de preguntas sería relativo a la cartografía de la explotación rufianesca. ¿Cómo se opera el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta desearlo? ¿Por medio de qué procesos nuestra vulnerabilidad al otro se anestesia? ¿Qué mecanismos de nuestra subjetividad nos llevan a ofrecer fuerza de creación para la realización del mercado? ¿Y nuestro deseo, nuestros afectos, nuestro erotismo, nuestro tiempo, cómo son capturados por la fe en la promesa de paraíso de la religión capitalista? (Rolnik, 2005, p.491).

Es imposible no detenerse, antes de cualquier reflexión, en la palabra torniquete. ¿Por qué Suely Rolnik utilizó esta figura en un texto de 2003? En un momento como este, en que casi todas las figuras, objetos, frases, historias, películas y cuanto acervo cultural existe parece referir premonitoriamente a la revuelta popular de octubre, se hace inevitable fijar la mirada en este mecanismo tan inaugural de nuestro presente. Pero ¿por qué está inscrito ahí, en un momento lejano, evocando quizás qué, uniendo dos tiempos improbables? Es la misma Suely Rolnik, cuyo trabajo sigo hace varios años, quien parece dar algunas pistas sobre esto.

Episodio III. Lygia Clark, Suely Rolnik y la experiencia del mundo

En 1963 la artista brasileña Lygia Clark realizaba un ensayo para una de sus obras a través de la experimentación con la cinta de Moebius, una figura topológica que se caracteriza por tener un solo lado, una sola cara y representar un recorrido infinito, sin comienzo ni final. A partir de la ejecución de diferentes cortes sobre la cinta, Clark elabora una suerte de manual de instrucciones para esta experiencia que llama Caminhando:

Haz tú mismo el Caminhando con la faja blanca de papel que envuelve el libro, córtala a lo ancho, tuércela y pégala de manera que obtengas una cinta de Moebius. Coge unas tijeras y desde un extremo corta sin parar a lo largo. Ten especial cuidado en no pasar a la parte ya cortada –esto separaría la cinta en dos pedazos. Cuando hayas dado la vuelta a la cinta de Moebius, decide entre cortar a la derecha o la izquierda del corte ya realizado. La noción de la elección es decisiva y de ahí radica el único sentido de esta experiencia. La obra es tu acto. A medida que se corta la cinta, se afina y desdobla en entrelazados. Al final, el camino es tan estrecho que no se puede abrir más. Es el fin del atajo. (…) Siendo la obra el acto de hacer la propia obra, tú y ella os volvéis totalmente indisociables. / Apenas existe un tipo de duración: el acto. El acto es lo que produce el Caminhando. No existe nada antes y nada después (VVAA, 1997, p.151).

Lo realmente decisivo de la elección se relaciona con lo que Suely Rolnik reconoce como una nueva forma de ver y sentir el mundo, una interrupción del tiempo y del espacio que genera una nueva experiencia. Si decidimos no seguir las instrucciones de Clark y cortamos en el mismo punto del origen, obtendremos la misma cinta repetida. Su propuesta, en cambio, nos arrojará a una proliferación de formas, “se producirá una diferencia en su forma y en el espacio que se crea a partir de ella. Dicha forma se irá multiplicando en una variación continua que solo se agota cuando ya no queda ninguna superficie por recortar. La obra se efectúa en la repetición del acto creador de diferencias, y en este culmina.” (Rolnik, 2019, p.38).    

A partir de esta obra, Rolnik desarrolla un análisis que tiene por objetivo descolonizar la subjetividad, para lo cual se vuelve fundamental el concepto de micropolítica. En lo que sigue, intentaré una explicación general y sintética de su pensamiento, el que puede ser revisado en profundidad en el ensayo “El inconsciente colonial-capitalístico” (Rolnik, 2019, pp.25-87).

En primer lugar, la autora propone proyectar la cinta de Moebius sobre la superficie del mundo, considerando que cada lado de esta representa respectivamente forma y fuerza. Tal como sucede con la banda, forma y fuerza son indisociables, coexisten. La forma correspondería a aquello que conforma nuestro contacto directo con el mundo, para lo cual utilizamos nuestra percepción (es decir, nuestros sentidos) y nuestros sentimientos (lo que Rolnik llama “emoción sicológica”). Se trata de una cartografía de nuestros referentes culturales que nos ayudan a desenvolvernos en cada uno de los espacios que ocupamos, proyectando cada experiencia -sensible o sentimental- sobre algo que ya conocemos, algo que nos resulta familiar, que nos permite aprehenderlo. Esto reduciría toda la subjetividad a la noción de sujeto, una parte muy pequeña de todo el universo subjetivo.

Nuestras culturas, marcadas por la cicatriz colonial y capitalística, han dado una importancia exagerada a las capacidades que se desprenden de esta experiencia del mundo que, si bien es indispensable, no es la única ni la más importante. De manera indisociable, como las dos caras de la cinta, las fuerzas del mundo están actuando a la vez como vectores en todas las direcciones y sentidos posibles, atravesando nuestra existencia. El adormecimiento de estas fuerzas, sin duda desestabilizadoras, responde a la incomodidad que provoca su irrupción, cierto malestar más vinculado a lo extraño que a lo familiar, al momento de realizar un nuevo corte en la cinta de Clark que nos llevará a una experiencia nueva del tiempo y del espacio y no a aquello que ya conocemos. Utilizando conceptos de Deleuze y Guattari, Rolnik asocia esta dimensión de las fuerzas con “perceptos” (ya no percepciones) y “afectos” (emparentadas con una emoción vital más que con la emoción sicológica de la afección). Es el ejercicio del despliegue de la subjetividad más allá del reducto del sujeto.

Pongámonos ahora en la situación de habernos vuelto vulnerables a la acción de las fuerzas. Ellas están atravesando nuestra experiencia del mundo, provocando incomodidad y desestabilización, pues todo aquello reconocible ha desaparecido. Para retomar el equilibrio perdido podemos echar mano a nuestra cartografía de referentes culturales, el molde de nuestras sociedades colonizadas, o intentar una nueva forma de ver y de sentir que, por radical, arroje un nuevo cuerpo (un nuevo lenguaje). Esas serían las fuerzas de la creación, la irrupción del deseo, el conocimiento no-logocéntrico que hemos dormido convenientemente.

Quiero detenerme aquí para relatar otro momento de la relación entre la obra de Rolnik y la de Clark. En 1973, la artista brasileña ya alejada de toda dimensión objetual del arte, realiza la obra Baba antropofágica. En ella, una persona recostada en el piso es rodeada por un grupo de otras personas. Cada una va sacando lentamente un hilo de un carrete contenido en su boca, extendiéndolo lentamente sobre el cuerpo en reposo. De a poco, ese cuerpo se cubre por completo de una maraña babosa. Luego, se deshace el sentido de la acción y las manos comienzan a descubrirlo hasta liberarlo completamente.

En 1994, Suely Rolnik se aventura en la experiencia de la Baba antropofágica. Acerca de ello, escribe:

Estoy tendida en el suelo, con los ojos vendados; a mi alrededor, un tumulto de cuerpos anónimos en movimiento. No sé lo que pasará. Una pérdida completa de puntos de referencia: aprensión, inquietud. Me rindo. Trozos de cuerpos sin forma cobran fuerza y empiezan a actuar sobre mí: bocas anónimas que acogen bobinas de máquinas de coser, manos también anónimas desenrollan los hilos cubiertos de saliva de manera ruidosa, para luego echarlos sobre mi cuerpo. Cubierta, poco a poco, de pies a cabeza por una alambrada de hilos, una composición improvisada por las bocas y las manos que me rodean. Voy tímidamente perdiendo el miedo de ver la imagen de mi cuerpo disolverse- mi cara, mi forma, yo misma: empiezo a convertirme en una maraña de baba. Ha parado el sonido de las bobinas dando vueltas en las bocas. Ahora, las manos se enredan en el moho caliente y húmedo que me envuelve para intentar librarme de él; algunas, más nerviosas, arrancan algunos copetes, otros levantan los hilos con las yemas de los dedos como si intentaran deshilacharlos y así continúan hasta que no queda nada. Me quitan la venda de los ojos. Vuelta al mundo visible. En el fluir de la baba hecha una maraña se había formado un cuerpo nuevo, una nueva cara, un nuevo ser (Muñoz, 2004).      

Los momentos identificables como la irrupción de las fuerzas (el corte nuevo en la cinta, la imagen de sí misma disolviéndose en un moho húmedo de baba o la explosión de la revuelta que repercute en la falta de palabras y lenguaje para situarse) son, a pesar de la incomodidad, una buena noticia, pues en cada una de ellas se está desanestesiando nuestra vulnerabilidad a otrxs, a todos los mundos posibles. Y en el caso chileno, en una conjunción inédita de fuerzas, este desequilibrio es colectivo. Hemos dejado de ser lo que solíamos ser, se ha roto la estabilidad de la relación que alimentábamos con una imagen particular de nosotrxs mismxs. Esta imagen, llena de clichés y estereotipos (“oasis”, fue la figura utilizada por Piñera poco antes del 18 de octubre) ha desaparecido para dar paso a otro estado que aún no conocemos. Ahí radica la incertidumbre y su malestar.

Vuelvo ahora a Rolnik. Nuestra cartografía cultural, la dimensión de las formas, nos ha acostumbrado a responder a las crisis con moldes como la macropolítica, determinadas por un sentido de identidad y una relación dialéctica. Es decir, describen un choque de intereses entre dos grupos, uno de los cuales debe definirnos, como sucede con la lucha de clases. Estos choques, aunque fundamentales, no han dado perspectivas nuevas a nuestra realidad latinoamericana, y es que identidad es ya un concepto colonial. En sentido estricto, lo identitario reproduce identidad, lo mismo. Tal como el corte en el exacto punto de origen de la cinta genera una y otra vez la misma forma. Para Rolnik, la dimensión macropolítica es indispensable siempre y cuando hayamos desprogramado nuestro inconsciente colonial, aquel que nos hace repetir soluciones. No se trata de anular la macropolítica con la micropolítica, sino de su coexistencia, como las dos caras de la banda. No tienen una relación dialéctica, sino paradójica, se pasa de una a otra.

Habitar esa paradoja, mantener esa tensión hasta que aparezca un nuevo cuerpo, un nuevo lenguaje. A esto Rolnik llama micropolítica activa: la posibilidad de producir diferencia, que es lo propio de la vida singular. Guiada por una brújula ética capaz de engendrar pulsión creativa, la micropolítica activa se levanta contra el paradigma moral antropofaloegologocéntrico, conjunción que podría perfectamente resumir la pesada herencia colonial-capitalística de tan amplia difusión en nuestras culturas. No es algo que haya que inventar, de todos modos. El actuar del deseo y sus sucesivas conformaciones de nuevos mundos están latentes en nuestro cuerpo, esperando a despertar y prefigurar “una vida que logra orientarse de acuerdo con una ética pulsional. Vida noble, vida prolífica, vida singular, una vida” (Rolnik, 2019, p.58).    

Estas consideraciones me parecen fundamentales en este momento sin lenguaje conocido. La dificultad de analizar nuestro presente, ya sea desde las formas habituales del arte capturado por el sistema de circulación neoliberal como desde la actividad académica e intelectual presa de las mismas ataduras, no se debe a la ausencia de argumentos sino a la necesidad de una experiencia vital diferente.

Episodio IV. La descatracalización de la vida

Volveré ahora al problema del torniquete: “¿Cómo se opera el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta desearlo?”. Ignoro si la pregunta está o no relacionada con una activación artística que tuvo lugar en Sao Paulo el año siguiente del texto de Rolnik, el 2004. Bajo el rótulo de “Zona de acción”, diferentes colectivos artísticos fueron destinados a distintos barrios de la ciudad brasileña para realizar un trabajo situado. Luego de varios encuentros con organizaciones del territorio correspondiente, el colectivo Contrafilé, destinado a la zona este de la ciudad, levantó el Monumento a la catraca invisible: el reemplazo de una estatua sobre un pedestal en la vía pública por la figura de un torniquete (catraca), bajo el cual se podía leer “Programa para la descatracalización (destorniquetización, podríamos decir) de la propia vida”.

El interés de la prensa y la circulación de la imagen del monumento, instalaron el uso de la palabra en las conversaciones cotidianas: descatracalizar, entonces, pasó a ser sinónimo de desmontar las estructuras cotidianas que frenan el avance de la vida. El torniquete, un objeto biopolítico por excelencia que actúa directamente sobre los cuerpos, se convierte en símbolo de un sistema que determina el movimiento de los sujetos, los clasifica, los discrimina según características socioeconómicas y los dirige hacia un destino único.

Estas propiedades son claramente enumeradas en uno de los diagramas realizadas por el colectivo para la exposición posterior de la obra:

Anatomía exterior de una catraca:

  1. La barra giratoria es un elemento clave. Tiene un carácter individualizante: su ancho permite pasar a una persona por movimiento; por tener un sentido único, torna el paso irreversible.

2. El derecho a pasar es garantizado por un mecanismo óptico/magnético. En todos los casos son controlados por el poder adquisitivo del pasante y/o aceptabilidad del sistema de vigilancia.

3. Una luz verde/roja establece la comunicación entre el torniquete y el pasante. Cuando está verde, indica que el paso está liberado; cuando es roja, indica que el paso está impedido.

4. El contador es un elemento de control biopolítico. Registra el flujo de los pasantes y es usado por los técnicos de vigilancia y marketing para verificar el funcionamiento del sistema.

Pero hay más aún: las catracas no se activan por sí mismas, sino que necesitan de nuestra propia energía para funcionar, “requieren de nuestro compromiso cotidiano y se mueven con la fuerza mecánica de nuestro cuerpo”.[6]

Hace algunos años, un nuevo modelo de torniquete apareció en el transporte público de Santiago. Los buses que recorren la ciudad, y como una medida contra el continuo problema de la evasión de uno de los pasajes de transporte más caros del mundo, incorporaron en su interior un dispositivo increíblemente angosto e incómodo por el cual se hace casi imposible pasar sin realizar un extraño movimiento del cuerpo: girarse hasta estar casi completamente de perfil, empinarse sobre la punta de los pies, pasar la mochila por delante, hundir el estómago y por fin pasar al otro lado de la micro, previo bip en la máquina cobradora. “¿Cómo se opera el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta desearlo?”, ¿cómo es que estamos disponibles a realizar ese tipo de contorsión para pasar un torniquete cuando lo más natural es, de hecho, saltarlo?

Eso es justamente lo que entraba peligrosamente en crisis los días previos al 18 de octubre. Nuestra sociedad, acostumbrada de manera fatal a repetir el corte en la cinta, a generar lo mismo cada vez (la contorsión y el pago para accionar el torniquete), se vio atravesada por las fuerzas vitales. Ese momento, el de la elección decisiva de Clark en el cual ya no es posible echar mano una y otra vez a las herramientas que nuestro sistema de referencias culturales profundamente marcadas por la herida colonial y capitalística, el instante radical de la creación de una experiencia nueva del tiempo y del espacio, es decir, el corte diferente en la cinta, es el momento exacto en que lxs estudiantes deciden saltar el torniquete. En este gesto se condensa todo el deseo convocado para la realización de la vida, el grito que ha estado incubándose en la garganta al fin consumándose en un sonido poderoso, que esta vez es, además, colectivo. “No son 30 pesos, son 30 años”. O 46. El salto al torniquete, el grito por una vida digna, es inaugural de nuestra subjetividad en cuanto nos sitúa de manera inédita en la oportunidad de imaginar colectivamente una realidad diferente. La falta total de lenguaje, la respuesta de “mmmeeh” a la pregunta de “¿cómo estás?” es la prueba de nuestra vulnerabilidad a las fuerzas que nos atraviesan, es la señal de la obsolescencia de las herramientas formateadas y la posibilidad única de la creación de un lenguaje nuevo. Nuestra crisis, o en clave de Rolnik, nuestra desestabilización, que abarca todas las formas posibles de sentimientos y emociones experimentadas en estos meses de revuelta social y que se presentan por primera vez de manera común responden a ese estado incómodo en que todos los elementos que configuraron nuestra identidad se desvanecen. Tal como sucede en Baba antropofágica, en este salto “se había formado un cuerpo nuevo, una nueva cara, un nuevo ser.”

Dos años después de la intervención de Contrafilé, una prueba de selección universitaria de una de las instituciones de educación superior más importantes de Sao Paulo incluyó una pregunta que abordaba esta obra. Entonces, lxs postulantes se dieron cuenta, como no, que la prueba a la que estaban sometiéndose era en sí misma un torniquete. Iniciaron una manifestación en las puertas de la universidad, saltaron la reja de entrada y se tomaron las oficinas administrativas, hasta ser desalojadxs por las fuerzas policiales. Una fotografía de esta protesta muestra la quema de un torniquete en plena vía pública. El 6 de enero de este año (día 80 de la revuelta), y en medio de un llamado de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios a boicotear la realización de la Prueba de Selección Universitaria, estudiantes en Valparaíso quemaron facsímiles del que es tal vez el más representativo dispositivo biopolítico del Chile que se instalaba cómodamente antes del 18 de octubre. Un mecanismo que, bajo el disfraz de instrumento objetivo y universal, se dedica a justificar y asegurar un tipo de futuro para algunxs a costa de otrxs, a quienes les queda la exclusión total del sistema universitario o la alimentación, a través del endeudamiento bancario, del negocio privado de educación superior. El torniquete de la PSU está muy lejos de ser sólo el síntoma de la estructura desigual de nuestro sistema educativo, como han pretendido defender algunos analistas y políticos. No se trata de una medición neutral, sino una que busca recoger los resultados de un tipo de educación – individualista, de contenidos, parcial y estandarizada- para separar a sus clientes del resto de la población. En este caso, justamente de lxs jóvenes que, ante la profunda desigualdad de la vida, decidieron saltar el torniquete y romper el orden impuesto de las cosas.

Episodio V. Entrenar un músculo y decir NO 

En una entrevista con Verónica Gago (2013) en Revista Ñ, la profesora e intelectual india Gayatri Spivak explica su concepto de ética incondicional.

Hablando de manera general, existe una deconstrucción europea inspirada en la teología. También está la deconstrucción en crítica literaria, a la cual tampoco pertenezco más. Por lo tanto, hablo desde afuera de la máquina de la deconstrucción. Mi teoría sostiene que la ética incondicional es un impulso más que un sistema de pensamiento (…) La idea es que existe algo que no podemos alcanzar desde el conocimiento. Lo que uno puede hacer es prepararse para ese impulso, estar listo para responder cuando llegue el momento, como la memoria muscular de los deportistas. La práctica derivada de la enseñanza de lo literario, de la filosofía, es la idea de desplazamiento más allá de los límites del propio sujeto de una manera u otra. Y este aprendizaje de proyectarse hacia el espacio de otro comienza a entrenar el reflejo para una ética incondicional. Si llega el momento, no es algo que uno pueda organizar como un modo de conducta. Pero si eso está en tu memoria interior, entonces, cuando estés trabajando en un área de responsabilidad, no vas a reducir todo al egoísmo ilustrado. Por lo tanto, esa es una de las maneras en las que uno puede prepararse, para contribuir a la justicia social, más que al bienestar social o al justificado interés por los oprimidos y el ideal de los moralmente indignados que organizan actividades en nombre de los pobres.

Este concepto, que podríamos relacionar con la micropolítica activa de Rolnik, despeja algunas dudas acerca del posible carácter azaroso u oportunista del gesto de liberación de las formas de vida. En oposición a algunos análisis que despojan al movimiento actual de un espesor político, reflexivo y crítico, como el que ha enarbolado el columnista del diario El Mercurio y rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña,[7] me interesa aquí proponer la memoria interior a la que hace alusión Spivak como el progresivo debilitamiento del poder de las estructuras normalizadoras que actúan sobre nuestros cuerpos. El ejercicio de escoger cada vez un corte nuevo en la cinta, de no repetir las fórmulas impuestas para sortear la obstaculización de los flujos relacionales y las combinaciones infinitas que se dan en el campo social y simbólico, puede constituirse en ese músculo preparado para el encuentro radical con otrxs. Un nuevo cuerpo sensible, entonces, portador de un nuevo lenguaje, nos permitiría abordar este momento si y sólo si dejamos que la experiencia de lo viviente configure un escenario político en el cual la fuerza creativa se convierta, efectivamente, en fuerza de pensamiento.

Un video viralizado el mismo 18 de octubre, poco antes que el Metro de Santiago cerrara sus líneas y el gobierno decretara estado de emergencia, parece particularmente iluminador sobre esto. En él, una cámara de celular que parece estar grabando desde una ventana con vista al patio del Liceo 7 de niñas, capta el momento exacto en que tres escolares ensayan el salto de una estructura compuesta por una barra afirmada horizontalmente entre dos mesas características de una sala de clases. Este “torniquete de práctica”, que no necesita más que los precarios elementos de un colegio público de la capital, cruza las dos líneas que este texto busca proponer para pensar nuestro presente: primero, la fuerza creativa que rompe con las cadenas que lo atan a la realización del sistema para volcarse al hito que concentra la posibilidad transformadora de la realidad y que, por lo tanto, es una forma diferente de pensamiento; segundo, que este gesto del cuerpo, que ya no dirige su energía a accionar el torniquete sino a saltarlo, a liberar los flujos de vida, necesita de un trabajo previo de la subjetividad, la ejercitación de la voluntad, para que, llegado el momento, el rendimiento del símbolo esté dotado de toda la espesura de la acción política. Esto es perfectamente aplicable a la actividad artística.

En este punto, quisiera estirar algunos hilos al primer episodio de este texto. Los tópicos que venía investigando -las operaciones de Santiago Sierra, que sacan de la invisibilidad a las fuerzas que clasifican y determinan a ciertos cuerpos por sobre otros-, son perfectamente compatibles con la figura del torniquete. La esfera laboral, por ejemplo, que tal como señala Sierra subordina nuestra energía, nuestra voluntad, nuestros cuerpos y nuestra inteligencia para la productivización de un capital que es siempre ajeno, permite no sólo el control de la subjetividad sino también el adormecimiento de cualquier pulsión creativa. Lo mismo puede decirse de la creciente formularización del arte y la cultura, o la neoliberalización brutal del trabajo intelectual y académico. Pero es posible que parte de nuestro trabajo no haya quedado completamente fuera de foco con la irrupción de octubre, sino que se constituya como esa memoria interna, ese ensayo que prepara para un momento puntual. Particularmente, la hipótesis del giro estratégico en el trabajo artístico de Santiago Sierra que me encontraba presentando en aquel evento académico que tenía lugar en la ciudad de Montevideo mientras Chile daba el paso para dejar de ser lo de siempre (“Ahora que Chile se acabó, al fin…”, comenzaba diciendo un correo que recibí por esos días de un tesista de grado), puede ser leído ahora de otra forma.

¿Cómo se puede apuntar a los opresores? ¿Es necesario siempre recurrir a la presentación de los cuerpos oprimidos?

El 25 de noviembre de 2019 (día 38 de la revuelta), en el Día internacional contra la violencia hacia las mujeres, una intervención pública se tomó las redes sociales hasta el punto de viralizarse a nivel mundial. El colectivo artístico LasTesis realizaba ese día su performance/protesta titulada Un violador en tu camino. En él, y no es necesario aquí detenerse a explicar nada más, los cuerpos oprimidos convertidos en cuerpos en rebeldía salen colectivamente a apuntar directamente al opresor. Y lo hacen dando cuenta del conjunto de agentes que participan de la violencia estructural hacia las mujeres y la necesaria complicidad con la que actúan. El estado, el poder judicial, la sociedad patriarcal y las fuerzas policiales comandadas políticamente por el presidente, conforman la coordinada estructura de la violación. Como señala Virginie Despentes en entrevista con Andrés Gómez (2019):    

No es un grito de dolor, es un grito de guerra. Hasta ahora la violación era casi siempre una historia personal, la triste historia de una mujer puesta en una situación extraordinaria. Pero con la multitud salimos del cuento de la excepción y la violación toma su forma verídica: no tiene como marco de narración el caso particular. No somos historias separadas, no se trata de un encuentro desafortunado. Se trata de un sistema político que nos afecta a todas, que afecta a cualquier cuerpo femenino. Y esta multitud a la vez que da fuerza y potencia, te abre el pecho en dos: eso es nuestra feminidad, de verdad. Cuerpos violables. Que por primera vez se juntan para imaginar lo impensable: una posible vida sin estas amenazas cotidianas.

En este gesto, la diferencia de escala entre el cuerpo disponible a la violencia y el enorme blindaje de quién la ejerce se anula, primero, a través de la acción colectiva; y luego, por la orgánica proliferación de su potencia que, como un virus letal, se expande por el mundo señalando al violador en su paradojal individualidad y universalidad. Ahí están, tienen nombre y apellido, y son todo un sistema que ya no se puede ni se debe tolerar. Reviso ahora la parte final de mi presentación y, al contrario de lo que pensé ese 18 de octubre, todavía puede portar una actualidad, sobre todo a la luz de las terribles e intolerables violaciones a los derechos humanos que el gobierno de Chile no sólo ha aceptado, sino también propiciado y promovido en estos meses de revuelta en total impunidad. Al final de mi hoja de apuntes de ese día (día -2 de la revuelta), dice: “El proceso de puesta en valor de los cuerpos “otros” (indígenas, mujeres, negros, niñes, etc.) podría ir a la par con la exposición corregida de estos cuerpos dominantes. Para no olvidarlos, para identificarlos donde estén, bajo cualquier disfraz. Tal vez ahí podremos hablar de una acción política del arte más allá de la utopía. Reconocerlos a tiempo y poder decir NO. NO ahora, NO nunca.”

Santiago, 1 de febrero de 2020 (día 106 de la revuelta)

Créditos imágenes

  • Contrafilé, Monumento à catraca invisivel, 2004. Acción urgente, catálogo de la exposición. Fundación Proa. © Contrafilé
  • Folha de São Paulo, 11 de febrero, 2005.
  • 6 de enero, 2020, © Reuters
  • Captura de video publicado por la cuenta @Chileokulto en Twitter

Referencias

  • Bourriaud, Nicolas (2006). Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
  • Gago, Verónica (2013, 2 de noviembre). Esperando a Gayatri Spivak. ¿Puede hablar el subalterno? Revista Ñ.
  • Rolnik, Suely (2019). Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente. Buenos Aires: Tinta limón.
  • Rolnik, Suely (2005). Geopolítica del rufián. En Micropolítica. Cartografías del deseo. Buenos Aires: Tinta limón.
  • VVAA. Lygia Clark (Cat. Exp.). Barcelona: Fundació Antoni Tàpies, 1997, p.151.

[1] Traducción de José María Micó. Barcelona: Acantilado, 2018.

[2] https://www.pagina12.com.ar/229569-la-lengua-alien

[3] Para revisar el trabajo de Santiago Sierra se recomienda visitar su sitio web http://santiago-sierra.com

[4] Estas lecturas se popularizaron en el campo del arte y dieron origen a importantes discusiones hasta hoy a través de la obra del curador francés Nicolas Bourriaud (2006).     .

[5] El año 2016, en Aysén, Mauricio Ortega golpeó brutalmente a su expareja Nábila Rifo hasta dejarla inconsciente. Posteriormente le arrancó ambos ojos y la dejó en medio de la calle. El caso fue ampliamente difundido por la prensa, muchas veces poniendo en duda el relato de la sobreviviente y exponiendo aspectos de su vida personal para intentar justificar el ataque. 

[6] Gráfica expuesta en el montaje de la obra en la exposición “Acción urgente”, curatoría de Cecilia Rabossi y Rodrigo Alonso, Fundación Proa, Buenos Aires, entre julio y agosto de 2014.

[7] Por ejemplo, en entrevista con el periodista Iván Valenzuela (2019) en T13 el martes 22 de octubre, Peña se refiere a la revuelta popular como un estallido emocional desorganizado que no puede ser visto como desobediencia civil: “Yo vi más bien pandillas, desordenadas, con actitudes carnavalescas, orgiásticas, huyendo de la   policía. Llamar a eso desobediencia civil sería darle una dignidad que no tiene.”