Publicado originalmente por Palabra Pública
28 de abril de 2022
Me desagrada dejar sin contestación una carta tan notable como la suya, una carta que quizá sea única en la historia de la humana correspondencia, pues ¿cuándo se ha dado el caso, anteriormente, de que un hombre culto pregunte a una mujer cuál es la manera, en su opinión, de evitar la guerra?
—Virginia Woolf, 1938
Levantar sentencias absolutas sobre la guerra conlleva siempre el peligro de apenas rasgar la superficie de un problema enorme al cual, además, asistimos a través de fuentes cada vez más dudosas. Fulminantes, como la guerra misma, los medios de comunicación y las redes sociales emiten un ruido ensordecedor que impide encontrar un espacio para tirar de un hilo, sobre todo cuando los sentidos parecen no alcanzar para entender, naturalizándose día a día la violencia y su visualidad, su repercusión, su herida.
Entre ficciones de buenos y malos, víctimas y victimarios, Oriente y Occidente, hasta civilización democrática y barbarie autoritaria, las dicotomías cada vez más veloces tienden a empobrecer las perspectivas, y, lo que es peor, la sensibilidad. Probemos con otras preguntas que han empezado a rondar: ¿Es la guerra un asunto de hombres? ¿Está la guerra encarnada en aquello que identificamos como típicamente masculino?
No es necesario hacer una investigación tan minuciosa de la historia para establecer una estadística que demuestre, de manera abrumadora, que las guerras han sido insistentemente lideradas por hombres. Aunque hay excepciones, veremos un catálogo completo de mesas de negociación integradas por varones, incluyendo las imágenes que hoy nos llegan, en las que dos hileras de hombres, frente a frente, actúan ante la cámara una búsqueda de salida al conflicto, mientras cientos caen bajo las bombas y otros millones se ven obligados a abandonar sus casas. Esta ineludible evidencia, sin embargo, no debería llevarnos tan rápidamente a una respuesta, pues la pregunta misma carga con un esencialismo peligroso, tan peligroso como el esencialismo de la violencia.
Esas fotografías de hombres poderosos negociando el mundo vienen acompañadas por las voces de otros hombres intentando explicarnos el conflicto en todas partes del mundo. Excancilleres, analistas internacionales o incluso hombres con muchísima menos preparación se levantan como una voz autorizada para ordenar, filtrar y dar coherencia a los acontecimientos. No lo logran, nunca, pero ahí están explicando esto y muchas otras cosas. Casi todas las que se despliegan en la arena pública.
No todo escenario es una batalla y, ciertamente, no toda arena pública es comparable con la guerra, pero sí podemos encontrar un asunto común: los grandes hitos de la historia deben ser empujados por hombres, y de eso se encargan tanto los protagonistas como sus relatores, contemporáneos o posteriores.
No es entonces una cuestión que pueda verse simplemente desde una posible esencialidad masculina, sino como un sistema complejo de enunciación y opresión que, en este caso —como en muchos otros—, está indisolublemente mezclado con el imperialismo, los intereses económicos, el nacionalismo vacío, el extractivismo, la disponibilidad de ciertos cuerpos a la violencia de otros. Las mujeres sí aparecen en esta guerra: como madres que huyen con sus hijos, como víctimas de la destrucción, de la muerte. Y lo son. Pero nadie les pregunta cómo se pudo evitar esto. Son cuerpos con llanto, pero sin voz.
La cita que encabeza este texto pertenece a un conocido ensayo de Virginia Woolf titulado «Tres guineas». En él, Woolf estructura una respuesta a la pregunta que le hace un abogado sobre el origen de la guerra. En su pregunta, el reputado señor le pide, además, una donación para la causa antibélica. Woolf decide entonces donar tres guineas, pero no para las organizaciones contra la guerra, sino para la educación y autonomía de las mujeres. Las mujeres no deberían sumarse a las palabras y los métodos establecidos por la cultura que las oprime, sino crear nuevos métodos, estrategias y sentidos emanados de la conquista de su propia libertad y su propio pensamiento.
Tenía ocho años cuando vimos en familia el inicio de la Guerra del Golfo por la televisión. Nunca olvidé esas imágenes del todo extrañas, oscuras, atravesadas por algo parecido a un rayo láser. ¿Así se veía la guerra? Lucecitas verdes cruzando un cielo negro. No tenía ningún sentido. ¿Cómo se sabe quién gana una guerra?, le pregunté esa noche a mi mamá. Nadie gana en una guerra, me respondió. Lamentablemente, creo que se equivocaba. En las guerras sí hay ganadores: ellos escriben la historia, construyen el sistema, se reparten las riquezas y, cuando ese sistema ya no soporta más opresión y violencia hacia quienes nunca ganaron nada, cuando la rabia empieza a bullir, pues comienzan otra guerra. Ninguna de estas guerras imperialistas termina liberando a nadie, solo siembra la semilla para que una nueva violencia se desate.
El 16 de marzo pasado, el presidente de Ucrania dijo al Congreso de los Estados Unidos que “Ucrania vive un terror no visto en 80 años en Europa”. El olvido y la desidia también son parte de este desastre. Porque poco más de un año después de las lucecitas verdes en el cielo negro transmitidas por la televisión, nuevas escenas, esta vez menos abstractas, más brutalmente figurativas, llegaban justamente de Europa. ¿Así se ve la guerra? No había siquiera soldados, sino gente cruzando una calle en Sarajevo que de pronto caía abatida. Una vez en el piso, el cuerpo no se movía más. Las fechas no calzan, la memoria es frágil cuando se trata de un nuevo conflicto.
Y si no es posible descifrar la complejidad de las guerras repitiendo las vías, lógicas y argumentos que las han construido, tampoco podemos contentarnos con fijar los ojos en Ucrania e impactarnos ante la violencia que golpea una vez más al mundo. No se pueden hacer a un lado las constantes agresiones bélicas imperialistas que Occidente ya naturalizó con una hipocresía insoportable. La lista es larga. Elijo aquí no olvidarme de una: la lucha incansable de mujeres, niñas y niños en Palestina bajo ataque, contra una ofensiva colonial y racista permanente ante el conveniente silencio del mundo.
Mientras la estructura del discurso imperialista use la palabra “paz” para poner un manto sobre las atrocidades que suceden en aquellas partes del mundo que tienen menos prensa que Europa; mientras las ideas estáticas y vacías sobre civilización y democracia sigan actuando como lavado de imagen del racismo y la xenofobia; mientras las leyes de paridad aseguren un espacio para las voces de las mujeres en lo público, y mientras las mujeres tengan voz pero todavía no sean escuchadas como sujeto político, estamos condenados a eufemismos eternos, a palabras vaciadas que no nombran la inmensa y permanente violencia del neoliberalismo colonial, racista y patriarcal por definición.