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El año 2019 llegué a vivir a un departamento que quedaba a exactamente 429 pasos del lugar donde estuvo la casa de mi abuela materna. Yo misma viví ahí también por un breve período el año 1998 y, luego, en una casa de madera que mis papás levantaron en su patio, entre 2000 y 2003.
Cuando llegué al lugar donde ahora vivo, un par de meses antes del estallido, comencé a soñar recurrentemente con la casa de mi abuela. Nunca había soñado con esa casa antes. Esa casa, dicho sea de paso, ya no existe. En su lugar construyeron un enorme edificio que tomó el terreno de varias casas de la cuadra. Como suele pasar en los sueños, la casa nunca era exactamente la misma. A veces era más grande, otras más pequeña; a veces vivía sola ahí, otras con mi familia; en un sueño me vi tratando de decorarla, de volverla mi lugar, como de hecho estaba haciendo con el departamento al que acababa de llegar a vivir en la vida real.
Por estos sueños inéditos y la ruptura del proyecto que tenía originalmente para la casa actual comencé a construir una historia en la cual el fantasma de la casa de mi abuela se me aparecía en sueños para intentar decirme algo, ahora que mi propia casa parecía llena de fantasmas. Cada casa de nuestra vida es, al final, un poco un espectro que a veces se aparece en sueños o en algún elemento de una casa ajena que nos recuerda mucho esa donde vivimos. Y en cada uno de esos lugares se proyecta un horizonte: un futuro, una promesa, una forma de habitar, mientras paralelamente se empieza a formar el fantasma que posteriormente aparecerá repentinamente.
Este “Atlas de horizontes imaginarios (o los lugares donde vivo desde 1982)” busca armar una cartografía de estos fantasmas. Son una mirada al archivo familiar, a los recuerdos (que como siempre, tienen mucho de ficción), a la historia personal, las planificaciones cumplidas y las que se rompieron, los afectos y los acontecimientos sociales que determinan la forma que habitamos un espacio que es también tiempo superpuesto.
Santiago, julio de 2022