Publicada originalmente por Palabra Pública
30 de diciembre de 2021
A fines de los años 90, Nicolas Bourriaud publicó Estética relacional, un marco para leer ciertas prácticas artísticas aparecidas la última década del siglo pasado basadas en la interacción social. Las obras relacionales no son un objeto tradicional de arte como una pintura o una escultura, sino una experiencia de convivencia social. De esta manera, diferentes museos han albergado cenas, bailes y eventos-obras que transforman al antiguo espectador —observador medianamente pasivo frente al objeto de arte— en parte constructiva de la obra, protagonista de ella.
Esta propuesta, tanto artística como teórica, se ha mantenido en el espacio álgido de la discusión hasta hoy. Entre las miradas más críticas, destaca la de la historiadora del arte Claire Bishop, quien recurre al concepto de antagonismo planteado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Su argumentación podría resumirse de esta manera: si existe un tipo de arte que se construye a partir de la interacción social y las relaciones humanas, ¿no deberíamos preguntarnos qué tipo de relaciones se están construyendo? Y aún más, ¿quiénes las están construyendo? Es decir, estas cenas y bailes en el espacio del museo o la galería son asumidas como experiencias democráticas —democratizadoras del escenario artístico, incluso— sin indagar antes en el sentido ético y político de estos intercambios. Si una estrategia artística abre un espacio de democracia, ¿no debería considerar las tensiones y disensos propios de las relaciones entre las personas?
A pesar de estas reflexiones, la influencia de estas estrategias es enorme. Ya sea por la necesidad de salir a disputar espacios o bien encontrar un lugar de enunciación diferente, las obras relacionales se han vuelto cada vez más habituales en América Latina. En muchos casos, ya no se trata de una resistencia a la desarticulación neoliberal del lazo comunitario, sino de su apropiación por parte de los sistemas de circulación de las industrias culturales. Un ejemplo: en Chile, en 2016, la entonces Subsecretaría de las Culturas y las Artes lanzó una convocatoria de fondos de creación llamada Residencias de Arte Colaborativo. Según la descripción del concurso, se entiende el arte colaborativo como aquel que
se centra en los contextos sociales, tiene un carácter de intercambio horizontal e inclusivo respecto de quienes participan de su proceso colectivo, a partir del trabajo de roles que se establecen para su desarrollo, ya sea entre varios artistas/trabajadores culturales, así como con y entre diversos actores locales de comunidades específicas. Las prácticas colaborativas desde el arte, conciben la obra más allá de la producción o la creación de objetos estéticos, instalando una trama de relaciones con diversos campos del conocimiento y prácticas locales (…), aportando así a la resolución de conflictos, la intervención y la transformación del entorno social, político y cultural de las comunidades (…).
Esta definición, que bien podría corresponderse con una versión local de la estética relacional, presenta a mi entender varias dificultades. Me detendré en dos que me parecen cruciales.
En primer lugar, se da por sentado que las prácticas artísticas pueden jugar un rol en “la transformación del entorno” o en la “resolución de conflictos”, los cuales, se asume, no han podido ser abordados de buena manera por la misma comunidad sin el artista. Esto podría ser posible, pero es sin duda un principio a revisar. Porque de igual forma se podría afirmar que el papel del arte contemporáneo consiste en lo contrario: tensar los escenarios, introducir preguntas, desplegar el conflicto.
Pero más importante aún es el uso reiterado de varias palabras que parecen funcionar como un talismán: lo colectivo, lo colaborativo, la comunidad. ¿Qué significan realmente estas palabras? ¿Qué es lo que están nombrando?
La pensadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Las palabras mágicas son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo en los sistemas de circulación institucional, comienzan a vaciarse de significado, a nombrar nada. Más aún. Por su carácter aparentemente emancipatorio, en vez de mostrarnos una realidad, la encubren, la oscurecen, la esconden en la zona de lo que conviene no nombrar ni sacar a la luz. Se relaciona más con el truco y con el engaño que con la magia. El desplazamiento de un artista a una “comunidad”, por ejemplo, parte desde la certeza de que esta última está delimitada por la característica geopolítica, esto es, personas que viven en una misma localidad. ¿Es esta la definición más correcta de “comunidad”? Si es así, ¿qué pasa con nuestras múltiples dimensiones como sujetos? Si, como señala la misma Rivera Cusicanqui, las comunidades son estructuras formadas en torno a afinidades, ¿no pertenecemos cada unx de nosotrxs a varias comunidades a la vez?
Podríamos escribir una enorme lista con las palabras mágicas que invaden todos los ámbitos de nuestro quehacer. La experiencia intelectual y política de Silvia Rivera nos propone poner atención a una que nos sonará familiar: Estado plurinacional. Se trata de una demanda promovida por varias organizaciones como expectativa de nuestro proceso constituyente, pero no hemos discutido suficientemente qué es una nación, qué la constituye. Los pueblos indígenas no se han definido en torno a la delimitación de un territorio definido nación por un Estado, sino como una deriva que traspasa las fronteras. Es por eso que el pueblo mapuche no está solo en Chile ni el guaraní exclusivamente en Paraguay. La experiencia boliviana, según Rivera, instaló esta palabra mágica en la Asamblea Constituyente y bajo el gobierno de un presidente aimara, pero solo logró cubrir con un manto estatal la enorme diversidad de pueblos indígenas: las 33 naciones reconocidas eligen desde la nueva Constitución boliviana solo 7 escaños parlamentarios por usos y costumbres.
Estas reflexiones deben despertar una alerta, sobre todo en atención a los diferentes procesos sociales, políticos y culturales que han tenido lugar en Chile desde octubre de 2019. Discutir sobre el contenido de las palabras, desentrañar su uso, es un imperativo para quienes esperamos que aparezca una nueva perspectiva en el horizonte. Es más: me atrevo a proponer que pensemos el tiempo de las palabras, sin apresurarnos a escoger la más seductora. A veces la ausencia de una palabra es la señal de que algo nuevo está por nacer, para lo cual necesitaremos un nuevo lenguaje más cercano a la experiencia vital. Suely Rolnik, en Esferas de la insurrección (2019), explica que esta búsqueda es algo que la lengua guaraní conoce muy bien. Para ellxs, ñe’e raity es una de las formas de decir garganta, y significa literalmente “nido de las palabras-alma”. Se trata de un lugar para la germinación que debe ser cuidado, respetado en su tiempo.
Evitar recubrir la realidad, revelar la pulsión de la vida. Esto es particularmente relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad, entre otras similares, conforman el tejido de una trampa perfecta para la vulneración de las personas, la opresión de las mujeres y las disidencias, el racismo, la xenofobia. Están aquí, expandiéndose, paseándose impunemente por los medios de comunicación como si no pudieran esconder lo más oscuro, lo más siniestro. Arrasan con los sentidos de lo común y con todo horizonte posible. Ya no son una abstracción. Están aquí y debemos desenmascararlas cada vez que podamos, no cederle ni un solo centímetro a aquello que encubren. Nunca.