Una imagen descalzada

Publicada originalmente por Palabra Pública
19 de octubre de 2021

Hace algunas semanas asistí a la presentación de un catálogo en una galería de arte del centro de Santiago. Tanto en la exposición como en los textos, el curador de la muestra basaba sus lecturas y reflexiones en el aspecto disruptivo del arte para con la historia. Las obras, todas de artistas mujeres, actuarían desde su perspectiva como una fuerza de descalce entre los relatos de nuestra identidad y las subjetividades que describen, una interrupción de la monotonía de los tiempos y su agobiante insistencia en la rigidez.

Podría pensarse que el arte siempre ha actuado en este sentido. Al menos en el terreno de lo contemporáneo, la operación de descalce es la que ha instituido la idea de un arte crítico, contextual o político. Ya sea con el lenguaje, con las normas sociales, las instituciones o las estructuras del poder, desde la herencia modernista del siglo XIX europeo hasta las prácticas cruzadas que aparecen en la segunda mitad del siglo XX, el arte se ha encargado de desnaturalizar lo familiar e introducir una tensión más o menos radical con el espectador, aspirando en último término a su incomodidad en el mundo dado.

Sin embargo, algo en esta lectura que hace algún tiempo sería totalmente coherente parecía ahora no justificarse del todo. Y no es que la labor del arte esté agotada como se tiende a pensar cada tanto, pues la paradoja de lo crítico en el arte contemporáneo es que se reafirma en la medida que se revisa y cuestiona a sí mismo; esta vez, lo que esta premisa no parecía considerar era el quiebre todavía inclasificable de sentidos que trajo consigo la revuelta de octubre de 2019. En otras palabras, la idea del arte como un aparato que interviene el sentido lógico impuesto de las prácticas históricas, sociales y políticas queda a destiempo si son las mismas prácticas históricas, sociales y políticas las que han estallado.

No es un problema nuevo, en todo caso, este asunto de los tiempos del arte y los tiempos de la política. En su libro Mundo soñado y catástrofe (La balsa de la Medusa, 2004), la historiadora Susan Buck-Morss ensaya estas distinciones a través de las acepciones de la palabra vanguardia.[1] Para esto, se vale de dos palabras en inglés que, aunque diferentes, apuntan a un mismo punto: vanguard y avant-garde, ambas traducibles como vanguardia, permitirían identificar la primera como una irrupción política, vertical, que construye un proyecto, que adelanta los tiempos de la historia; la segunda, en cambio, nombraría una vanguardia cultural y artística, de masas, horizontal, que desmonta de forma radical el momento anterior sin necesariamente portar un proyecto, en este sentido, progresista. Esta distinción entre vanguardia política y artística podría ser totalmente pertinente para describir los momentos actuales, que a veces son tan destituyentes como constituyentes.

¿Qué pasó, entonces, con el movimiento disruptivo de las fuerzas a casi dos años del 18 de octubre? ¿Se puede seguir hablando del arte como el agente que destruye/construye los sentidos tradicionales y los nuevos sentidos? Es muy probable que sí, que el arte siga teniendo ese efecto. Y también es probable que, por el ritmo de sus procesos, este no siempre coincida con el momento del acontecimiento y sus ecos se revelen a lo largo del tiempo. Pero antes de intentar contestar la pregunta se hace necesario mirar con atención los descalces que nuestra realidad experimenta, las imágenes que están moviendo los sentidos de la historia para recién ahí reflexionar sobre la relación crítica del arte con nuestro contexto. Es decir, quisiera proponer una lectura en la que se advierte que la realidad y curso de la historia no se puede dar por explicada, lo cual complica por lógica el papel del arte como agente de descalce.

Hace poco más de dos meses, recién instalada la Convención Constitucional, comenzó a circular por redes sociales y medios de comunicación una imagen inédita (¿inédita es la palabra correcta? ¿Única? ¿Insospechada?): se trata de una fotografía tomada en contrapicado en el Salón de Honor del ex Congreso Nacional, en Santiago. En primer plano un imponente mesón de madera, probablemente de la más noble que exista, y detrás, flanqueada por tres varones, la recién asumida presidenta de la Convención, Elisa Loncon. Arriba y un poco más atrás, la pintura que decora este salón. Se trata del “Descubrimiento de Chile por Diego de Almagro” pintada por Fray Pedro Subercaseaux en 1913, encargada específicamente para ese lugar por Fernando Lazcano y Carlos Balmaceda, presidentes del Senado y de la Cámara por esos años.

Elisa Loncon en el Salón de Honor del ex Congreso Nacional. Crédito: chileconvencion.cl

En la pintura, el lugar central lo ocupa Diego de Almagro montado en un caballo blanco en el momento de su llegada al Valle de Copiapó. Sostiene una espada desfundada en la mano derecha, pero su postura no es de ataque sino de victoria, de arrojo, de fuerza, épica, como suelen retratarse a los héroes de la historia. A su lado, un indígena que parece mostrarle el camino, el futuro. Como en casi todos los cuadros históricos icónicos de nuestro país, los indígenas aparecen en cada escena desplazados hacia los bordes de la imagen, agachados, sometidos, colaboradores y pequeños.

Según consigna el propio Pedro Subercaseaux en sus memorias, la pintura generó una álgida polémica entre los políticos de la época. Muchos de los detalles del cuadro fueron discutidos y criticados: el color de las flores, la forma de las nubes, si las patas del perro que aparece en la parte inferior izquierda eran acaso muy delicadas para cruzar los Andes. Toda la iconografía parecía cuestionable, menos el lugar de los indígenas. Obvio. Se trata de una imagen que coincide perfectamente con la historia. Y lo que es peor, con el presente.

Descubrimiento de Chile por Diego de Almagro”, de Fray Pedro Subercaseaux.

Es por eso que la fotografía viralizada porta un impactante descalce. Una mujer mapuche encabezando la mesa de la instancia institucional más importante de nuestra historia desafía toda representación y, en términos radicales, a la historia misma. Porque demás está decir que mientras los indígenas fueron retratados una y otra vez como sumisos y subyugados a la fuerza del colonizador, las mujeres ni siquiera aparecen en estos íconos visuales de la historia.

Me parece importante en este momento apuntar que estas visualidades descalzadas han venido sucediéndose de manera muy frecuente desde la revuelta de octubre. A la completa modificación del espacio público a través de rayados, pintadas, intervenciones, se sumaron estatuas de conquistadores caídas, Caupolicán cargando la cabeza del teniente Dagoberto Godoy en Temuco, Gabriela Mistral con bototos y pañuelo verde en el GAM y la sucesiva transformación colorística de la estatua de Baquedano, que terminó con lo que probablemente sea la imagen más absurda de los últimos tiempos: la de militares rindiendo honores a un plinto vacío, resguardado además diariamente por un importante contingente policial.

Vuelvo ahora a la imagen de Elisa Loncon. Al día siguiente de asumir su cargo, la presidenta de la Convención tuvo una importante reunión con el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi. Ahí, unas de las instituciones más relevantes y antiguas del país se ponía a disposición del trabajo de la nueva Convención. Y a pesar de que el escenario cambiaba, la imagen del día tenía un increíble parecido con la del día anterior: Elisa Loncon, esta vez delante de la estatua de Andrés Bello, en el patio de la Casa Central de la Universidad de Chile. 

Y es que podríamos repetir este ejercicio una y otra vez y seguiría pasando lo mismo. Una mujer mapuche delante de cualquier institucionalidad nacional provocará una tensión difícil de ignorar. Y es que toda nuestra república y sus símbolos —coloniales, racistas, patriarcales— parecen quedar a destiempo. Irremediablemente a destiempo. Ahora podemos cerrar los ojos y hacer un nuevo ejercicio: Elisa Loncon frente a La Moneda; Elisa Loncon con la bandera de Chile; Elisa Loncon frente al Museo de Bellas Artes; y así hasta el infinito. En todas pasará lo mismo. Y es que parece que Chile ya no calza con Chile. 

Y esto tiene una razón bien específica: que esa voz, LA voz que hemos escuchado siempre, se nos hace ahora insoportablemente aburrida. El registro de nuestra creatividad normado, clasificado, delimitado a un espectro tan reducido, tan monótono, nos estaba asfixiando. Asfixiante es una buena palabra, porque describe exactamente la situación de no poder respirar, y estas cosas, ya sabemos, suelen ser de vida o muerte. Quiero creer que en esa batalla estamos. Quiero creer que Chile ya no calza con Chile.


[1] Mientras en idiomas como el inglés y el alemán tanto vanguard como avant garde significan literalmente «vanguardia», en otros como el español, el francés y el italiano sólo existe una palabra para referirse a ella.