Texto para la exposición «Memoria selectiva», de Cecilia Flores. Agosto de 2017, Sala Juan Egenau. Santiago de Chile.
“[…] anoto que hay una máquina de escribir, un cenicero, una taza de café. Luego uno tiende a asociar estos objetos en relaciones que te resultan sorprendentes. Adviertes la posibilidad de manipular los objetos: de que la máquina escriba, el cenicero se rompa, de que la máquina escriba con tinta fresca, de que no hay tinta, de que hay desabastecimiento […]. Esto es lo que crea una dramaturgia de los objetos que, en la vida social, tiende a crear pequeñas situaciones, casi microscópicas, que se van asociando entre si y crean una especie de organismo. Pero este organismo no se crea con las relaciones normales de los objetos, sino con las relaciones anormales.”[1]
Raúl Ruiz
La mirada del ojo sobre la realidad genera un catastro más o menos ordenado de lo que nos rodea. Apoyados ciegamente en aquello que conocemos y podemos nombrar, listamos objetos, nombres, situaciones y personas. Desplazamos cada nueva imagen a una anterior ya conocida, y ahí le asignamos una palabra, un lugar. Podemos seguir respirando. Clasificar, enumerar. Que cada cosa tenga su lugar.
Pero las listas son palabras vacías de particularidades. Son imágenes triviales y genéricas que se instalan con comodidad en la cultura, en nuestro acuerdo, en la norma que escogimos para parecernos aunque sea un poco entre nosotros. Enlistar, uniformar una palabra tras otra en vertical hasta hacer un conteo general de la situación, controlar nuestros objetos, un torpedo que nos salve de la necesidad de recordar así nomás, recordando. Tienen otro lado, claro. El de la síntesis, el de la vocación poética impensada, la cascada y cadencia de un sonido, de un ritmo, el ahorro de redundancias y repeticiones innecesarias y su austeridad descriptiva. Son una reacción contundente contra el abuso de las imágenes.
Y aquí aparece el problema. Estos objetos parecen haber roto los cercos de la lista –seguramente por culpa del tiempo- para interrogar nuestra propia memoria. Y ya nada se parece a la palabra registrada en el papel. Se parecen más a un olor o una ocupación del espacio, a una temperatura, a un afecto. La relación desnaturalizada con sus formas es todo lo extraño de nuestros recuerdos, esas nebulosas que descartamos de los relatos simplemente porque los objetos no hacen eso que recuerdo que hacían. Pero ahí están, en toda su rareza, tal como la infancia, la casa donde crecí, el sonido de la mañana e incluso aquello que me niego a recordar. Ya no se trata del ojo sobre la realidad, sino de una mezcla incesante de las cosa con nuestra historia y nuestra experiencia. Una edición de la memoria propia.
Esta es la dramaturgia que desafía la pretensión de verdad de nuestra memoria resumida en una lista, en la que confiamos como si se tratara de una foto. Anular línea a línea nuestros sentidos y privilegiar la cuenta final, el universo completo de lo que nos rodea.
Es como cuando se despierta de una pesadilla horrible o de un sueño amargamente real y, al contarlo, parece un sueño más. El festival de formas e interacciones, de miedos y placeres, se desvanece frente al interlocutor ocasional para quedar en un espacio que, por imposible, vale mucho menos que la realidad. Triste destino ese de los sueños intensos contados apuradamente. Que nos dejan acá mientras allá, donde no sé, está pasando de todo. Felizmente, inquietantemente, estos objetos provenientes de una lista se ponen del lado de los sueños, de los recuerdos difusos. A ver si ahora nos salvan de nuestro pobre relato redentor.
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[1] “Una taberna llamada Chile. Entrevista a Raúl Ruiz”. Publicado en Revista Paula, nº 779, en junio de 1998. Por René Naranjo.