Una versión de este texto fue publicado por CIPER el 23 de octubre de 2023
Parece urgente escribir este texto en presente. Ayer, la artista y dramaturga Ana Harcha vuelve a montar su obra “Palestina irreversible. Palestina in-existente” y su tono, su ritmo, su habla en presente, no me permiten otra cosa que actualizar cada palabra al mismo tiempo que imagino a alguien leyéndolas. En su obra, Ana Harcha intenta poner a escala la historia, y la escala que elige es la de su propio cuerpo. En una suerte de conferencia/dramaturgia, sube al escenario del Teatro Nacional a contar frente a una audiencia inquieta por perspectivas un viaje que realiza a Palestina en el mes de septiembre del año pasado. Busca reconstruir su propia historia familiar, pero también sigue un deseo, una intuición que se ha tomado los últimos años de su vida. Monta la obra por primera vez en marzo, cuando no podíamos adivinar las derivas de los últimos días en el territorio palestino. Y la monta ahora, por segunda vez, sin saber que el día de su realización la encontraría en medio de una ofensiva masiva de Israel. Harcha nos habla -en presente- del paisaje militarizado. Habla del muro formado por piezas de hormigón serpenteante, cada una de 8 metros de alto y 1 metro de ancho. Habla de cómo la ocupación ilegal llega al absurdo: una mezquita dividida en dos por dentro, check points, soldados a cada cuadra, el total cierre de las calles comerciales de Cisjordania, las casas destruidas para levantar chalet que son también búnker. Porque los colonos de la ocupación están armados.
Durante el fin de semana, el periodista Daniel Matamala publica una reflexión sobre el conflicto en su columna habitual en La Tercera. En ella, va atrás en el tiempo -como es indispensable hacer- para recordar los Acuerdos de Oslo, de 1993, y los violentos acontecimientos que le siguieron. En el relato de Matamala, el asesinato de Rabin y la posterior ofensiva de Hamas son de alguna forma equivalentes, en el sentido que ambas fueron acciones contra la paz. Traslada esos hechos al presente: lo que hace Hamas y lo que hace el Estado de Israel son acciones exitosas para quienes no desean la paz. La radicalidad es la que vuelve a hacer estallar la violencia y la muerte.
Va más allá: Matamala se ubica en un punto que quiere ser neutral (¿pacifista, tal vez?) y critica las reacciones que en nuestro país se han sucedido, como se suele decir cuando nadie quiere explicar nada, “de lado y lado”.
“Esto no es un partido de fútbol. No es un “ellos” contra “nosotros”. No hay ganadores. Se trata de dos pueblos víctimas de élites criminales que mantienen su poder a costa de atizar el conflicto.” Y agrega para terminar: “Quienes propiciaron el asesinato de Rabin y quienes ordenaron las bombas antes de las elecciones; quienes masacraron a israelíes indefensos y quienes masacran a palestinos igualmente inocentes, en el fondo son lo mismo. Son asesinos. Y cuando tomamos bandos irreflexivamente, jugamos su juego. Ellos siguen triunfando.”
Parece simple, pero no lo es.
El punto en el espacio donde se ubica Matamala, equidistante de la violencia, la postura que pretende ser ante todo humanitaria, no es sólo un punto inexistente en la actualidad sino uno cuya existencia es imposible. Uno podría entrar en el debate de su hilo y decir, por ejemplo, que la reacción de los ultranacionalistas -el asesinato de Rabin- responde a una postura racista, imperialista y ocupacionista; no es la misma motivación de las acciones de Hamas, para quienes esa “paz” que parecía cerca en Oslo incluía aceptar el borramiento de un pueblo y un territorio histórico, un borramiento que ya para entonces llevaba casi 50 años. Pero hay más: Matamala iguala ambos momentos, los noventa y hoy, olvidando completamente que tras la violencia desatada en los últimos días no hay ni de cerca un proceso de paz en curso. Al contrario: lo único que hay detrás de estas décadas, desde el asesinato de Rabin hasta el ataque de Hamas del 7 de octubre es la progresiva desaparición de un pueblo sin que nadie en la comunidad internacional levante una voz de alerta. Ni pensemos que de indignación. A nadie parece preocuparle. Como dice Ana Harcha, estas décadas son la instalación y normalización del aparato militar para la vida cotidiana de los palestinos (¿acaso suena Wallmapu entre estas palabras?); es el despojo de sus casas, de su cultura. Es el asesinato y la violencia constante, a veces como un chorro y otras veces como un gota a gota, de cientos de palestinos civiles, niños y mujeres. No hay en el ataque de Hamas una elite en el poder triunfante, como dice Matamala. Y, ciertamente, no podemos caer en la absoluta desproporción de comparar una milicia con el poder de uno de los estados más militarizados y con más tecnología bélica del planeta, como lo es el Estado de Israel. Tecnología para matar apoyada, financiada, inventada por, nada menos, que Estados Unidos.
Las palabras cargan con una enorme densidad de sentido, pues cargan con una enorme densidad de historia. La palabra “violencia” es sinónimo de terror, muerte y un montón de cosas bastante escalofriantes, pero eso no significa que tengamos el derecho a vaciarla y usarla como un sello que homogeniza a todo lo que cae bajo su etiqueta. La palabra violencia es pesadísima pues trae consigo, justamente, mucha muerte. Y es por esa razón que no podemos hacer con ella lo que hemos hecho con la palabra “paz”, que ya no significa nada o, peor aún, la vemos siempre cerca de una barbarie que termina tapada por los vencedores.
“Toma partido”, le dice el reportero gráfico Aleksandar Kirkov a su amante inglesa mientras le entrega un boleto aéreo justo antes de volver a Macedonia, su tierra natal, en la película Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994). Allí, la violencia se ha desatado en el contexto de las guerras yugoslavas de los años noventa. El fotógrafo ha cambiado: mientras cubre la guerra, en Bosnia, un militar ha acribillado a un hombre frente a su cámara, sólo para que tuviera algo que fotografiar. Siente que él mismo ha matado a ese hombre. Ya no puede ser más el sujeto detrás de la cámara. No puede ser más quien mira y pretende objetividad o neutralidad. Porque la neutralidad te puede llevar, al contrario de lo que plantea la columna de Matamala, a la más completa inhumanidad. Tomar partido es urgente para su cuerpo –“mis huesos duelen por volver a casa”- es su única manera de darle sentido a lo que acaba de vivir.
Ana, en su conferencia, se pregunta por la desaparición de un Estado. ¿Es posible imaginar la desaparición de Israel? ¿Y de Francia? ¿Y Estados Unidos? ¿Y de Chile? Israel sí existe, hace ya mucho tiempo. De manera brutal, expansiva, violenta, ilegal y todo lo que se quiera, pero existe. Ya no podemos imaginar desaparición alguna. En el caso de Palestina, no necesitamos imaginar nada: estamos asistiendo a su desaparición, a la desaparición de la posibilidad de imaginarlo a punta de bombas e impunidad. Esa es tal vez la muestra más grande del fracaso de nuestro proyecto como humanidad: que estamos siendo testigos, en vivo, de la desaparición de un pueblo, un genocidio, y no tenemos idea qué hacer. Como si eso no hubiera pasado antes, como si la historia no pareciera, todo el tiempo, un círculo que no se cierra nunca. “Estamos luchando contra bestias humanas y actuamos en consecuencia”, dice el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant.
Demoro un par de días en saber cómo seguir este texto. Mientras, un hospital en Gaza ha sido bombardeado y se reportan 500 muertos. Personas borradas de una pincelada. Historias, afectos, capaz hasta esperanzas, desaparecidas de un momento a otro. El presidente de Estados Unidos, de visita en Israel, dice que le parece que son “los del otro equipo”. Menos mal que esto no era un partido de fútbol. Gaza vive la mayor crisis humanitaria de su historia. La población se ha desplazado sin saber a dónde ir. No hay agua, no hay luz, no hay comida. Qué deshonesto es culpar de esto a Hamas. No da para el pensamiento, no da para el corazón.
“Palestina irreversible. Palestina in-existente” llega, como pasa a veces con el arte, en tres tiempos posibles. No es pensada para esta coyuntura, pero esta coyuntura la encuentra en su momento más desesperado. Llega antes, llega temprano, se adelantó. Pero también llega después, tarde, a destiempo, retardada. Y llega, como nunca, en el momento preciso. No es justo que se nos haga imaginar un futuro en medio de tanta muerte e impunidad. Pero eso no significa que dejemos de imaginar. Yo, por ahora, escribo con rabia, con impotencia, con la horrible sensación -lamentablemente no inédita- de no saber qué hacer. Imagino esas piedras de los niños palestinos contra los militares israelíes, armados hasta los dientes, a través del muro más vergonzoso y despiadado. Imagino nuestras piedras olvidadas aun cuando están cargadas de historia. Imagino a las madres recogiendo a sus hijos muertos. Imagino también a los niños que han crecido entre armas de matar, en Cisjordania, en Gaza, en Wallmapu. Imagino también a la hija de Camilo Catrillanca, hoy de 9 años, y al hijo más pequeño que no alcanzó a conocer. Imagino que puedo darle aquí un sentido un poco menos simplista a la palabra violencia. Imagino que, si me concentro mucho, si leo mucho, si escucho mucho, sabré qué hacer ante estos días terribles. Imagino que puedo afilar mucho mis palabras. Imagino que, al menos una, pueda ser cargada y convertida en arma.
Santiago, 16, 17 y 18 de octubre de 2023
Fotografía: Teatro Nacional Chileno