La imagen detenida. La trampa de la historia

 
Septiembre, 2013.
*Columna publicada originalmente en revista Newsweek en español. Visitar aquí.
 

La historia está generosamente dotada de hechos. El que nos convoca: la caída del gobierno de la Unidad Popular —encabezado por el presidente Salvador Allende— a manos de los militares amparados por la derecha civil chilena. La imagen detenida del Palacio de La Moneda en llamas, los aviones y el bombardeo, el cadáver del presidente, la traición y el quiebre traumático de la institucionalidad democrática. No se trata del término de un proceso (aunque con él la oligarquía chilena vuelve a poner en su lugar el asunto de la propiedad, que tan en peligro había estado desde los inicios de la reforma agraria), sino del comienzo de la que es tal vez la etapa más oscura de nuestra historia. Hoy, a 40 años de este momento que se intenta congelar en una imagen, reflota la idea de cómo interrogamos la historia, la nuestra: ¿de qué se trata esto que marcó a fuego la cultura nacional? La imagen es poderosa, cierto. Pero no describe por sí misma la estrategia que definió a Chile durante los años siguientes.

No es posible mirar la fractura más dramática de la democracia chilena de la misma forma hoy que dos años atrás. La irrupción del movimiento estudiantil del año 2011 no solo significó la ocupación masiva de las calles de las principales ciudades chilenas —todas de un orden cuidadosamente resguardado—, sino también la conciencia de la omnipresente herencia de la dictadura. Detrás de esas demandas por una educación pública se asomaba un complejo entramado de disposiciones que, extendidas a todas las esferas de la vida, determinaban fuertemente nuestra democracia. La dictadura se hacía presente en nuestras vidas con su triunfo más rotundo: la instalación de un sistema sin contrapeso.

El sistema de pensiones, la privatización de los recursos naturales, la aplicación de la ley antiterrorista en la Araucanía, el sistema electoral binominal con que se escoge el parlamento, y un sinfín de aristas pequeñas (y no tan pequeñas) se suman a la falta de educación pública como ejemplo patente de que los asuntos sociales, políticos y económicos del país están completamente controlados por la derecha (ideóloga de la dictadura), que se preocupó hasta el último día del régimen de Pinochet de propiciar un cuerpo legal con el cual el poder siguiera estando en sus manos sin necesidad de ostentar mayoría alguna. Eso es, a grandes rasgos, la democracia chilena de hoy.

 Vuelvo, entonces, a la idea con que comienzo este artículo. Hay momentos históricos —ahora más allá de la imagen— que cumplen una doble función: por un lado cambian el escenario contingente de un país, y con esto los temas que marcan la discusión pública; por otro, reformulan las preguntas que se le hacen a la historia reciente. Este es el caso del movimiento por la Educación Pública. Y si la herencia de la dictadura norma la vida en Chile hoy, ¿cómo podemos comprender el período que llamamos transición? Marcada por la política de los consensos, la posdictadura se ha caracterizado por un crecimiento económico explosivo que ha ayudado a formar una imagen exitosa de Chile en el exterior pero que, ciertamente, no da cuenta de la profunda inequidad que aquí se vive.

Social, político, económico. A estas tres áreas determinadas por aquello que se inició violentamente un 11 de septiembre, 40 años atrás, es imposible no sumar la falta de verdad y justicia en los hechos que involucraron a militares en graves violaciones a los derechos humanos. La información que aún permanece oculta, los desaparecidos, la inmensa mayoría de los torturadores libres y sin juicio, dibujan quizás el lado más brutal de esta historia. La política de los acuerdos que guio el paso a la democracia alcanzó incluso a los crímenes cometidos a lo largo de casi dos décadas, y se resume en la promesa de “justicia en la medida de lo posible”, pronunciada por el expresidente Patricio Aylwin luego de recibir, de manos del dictador, los símbolos patrios que lo convertían en el primer mandatario del retorno a la democracia. Otra imagen de la historia. Nuestra transición se convirtió a la postre en el mejor aliado histórico del legado de Pinochet, encubriendo sus crímenes, profundizando su modelo.

Tengo la certeza de vivir en un país inconcluso y de ser parte de esta historia llena de puntos suspensivos. No es fácil ubicarse aquí, con tantos dolores no atendidos, con la naturalización de la injusticia. Sin embargo, ahí donde la historia expone una fractura sugiere veladamente también una pertenencia.

Hay una historia antes del 11 de septiembre de 1973 que no desapareció con el golpe de Estado. Se trata de una historia de esperanza, de solidaridad y de lucha. La llegada democrática de Salvador Allende al gobierno, la participación política de los trabajadores y campesinos, la posterior resistencia de las poblaciones ante la represión policial, la pelea incansable de los familiares de los secuestrados, las protestas en las calles durante la década de 1980, y tantas otras imágenes describen un país diferente. Si hemos de aprender algo de nuestra historia es el poder de lo colectivo. Podría decir que nací en el año 1982, en pleno desarrollo de la dictadura; que soy hija de profesores, firmes opositores al régimen de Pinochet; que en mi infancia no hubo silencios ni disfraces, sino una conversación constante sobre lo que vivíamos. A ratos respondiendo preguntas, otras veces con más indignación que explicaciones. Muchos momentos políticos se entrecruzan con los recuerdos familiares, como si esta historia fuera imposible en frío. Pero el testimonio singular, particular, personal, no levanta potencia emancipadora si no es puesto en relación con otros, si no se hace parte de una construcción común. Hoy, más que nunca en estos años de democracia negociada, aparecen estos relatos no como hechos históricos, sino como presente incompleto del cual somos inevitablemente protagonistas. La imagen nunca se detuvo. Seguimos aquí.

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