Septiembre, 2013.
*Artículo publicado originalmente en Rufián Revista n°15: «Esta historia es sin olvido. Chile, 40 años».
Santiago carga con la pesada mochila de la centralización exagerada. Su geografía apretada se convierte, a poco andar por estas calles, en una metáfora completa de las dinámicas sociales y políticas que determinan el quehacer de la capital de Chile. Este es el lugar donde sucede todo: aquello que está entre los márgenes definidos por el poder (económico fuertemente neoliberal, por un lado; policial y represivo, por otro) y eso que lo desborda. ¿Es posible dibujar un paisaje del Santiago posdictadura? Si la ciudad es el lugar político por excelencia, una experiencia de Santiago podría darnos algunas luces acerca del estado de nuestra democracia y los intersticios que permiten la acción emancipadora. La simbología cotidiana de la ciudad principal, sin vista al mar, de un país costero.
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Pensábamos que el rendimiento político del símbolo aparecía, en su versión más potente, cuando cada estrategia estaba dirigida por una intención de develar una realidad. Y realidad era todo: el entorno del barrio, la ciudad y sus itinerarios, el mundo sensible y hasta el atormentado mundo interior. Ocupar la ciudad era, en la mejor versión que pudimos encontrar, pasear por la calles en un día libre, disfrutar del sol de la primavera; ir a las fondas el 18, sacarse la ropa en masa para un fotógrafo gringo, o agolparse para lograr ver a una marioneta gigante: al fin, atrapar los pocos espacios disponibles como si el día fuera más corto que en otros lugares. O el invierno más largo.
Tal vez porque la aparente caída de la dictadura nos trajo esta tradición de vivir la ciudad de la manera más individual posible es que el movimiento social estudiantil del 2011 removió las sólidas estructuras de una ciudad vacíamente orgullosa de ser cada día más desarrollada, más limpia, más cosmopolita. Y el remezón no solo tenía que ver con un uso poco habitual de las calles, sino también con quitar el velo (grueso, gruesísimo, más parecido a una manta de fierro) que nos hacía pensar en Santiago como Sanhattan, o cualquier brutalidad similar. Dejar al descubierto, sin nombrar. Hacer visible, sin poner ahí algo evidente. Eso que, pensábamos, era nuestra labor.
Y lo que salió a relucir no era nada bonito. La violenta represión de cualquier ocupación del espacio público tenía un pesado eco en el noticiero de la noche, la acción policial justificada por el brazo comunicacional del poder (poder económico – poder político) se convertía ante el país completo en la doble supresión de la construcción de ciudad: una vez el golpe en la calle, otra vez el golpe en la opinión pública. Una realidad inequívoca dibujaba una capital en fresca crisis. Una certeza de que la democracia en Chile no se ejerce en la ciudad.
Todo está muy bien pensado aquí. Las marchas se autorizan, el derecho a reclamo está bien delimitado en nuestras leyes. Y esa autorización evitará a cualquier costo el paso por aquellos lugares de la ciudad que representan el poder político, como por ejemplo, la casa de gobierno.
Santiago Policial había quedado al descubierto. Pero había otro factor, aquel que podríamos considerar de contenido. Las marchas para exigir un cambio en el sistema educacional chileno (“pública, gratuita y de calidad”) traían consigo otra desnudez. La educación es un negocio, sí. Pero también lo es casi todo en este país: la salud, las pensiones, las leyes laborales, los recursos naturales, el transporte público, la cultura, en fin… todo, o casi todo.
Algo pasaba con Sanhattan. La ciudad pujante de los ránkings internacionales de calidad de vida se desmoronaba entre su papel doble de policía y de ladrón de traje. Las marchas siguieron, la represión también. El mes de Agosto de 2011 muere Manuel Gutiérrez, 16 años, abatido por una bala policial durante una manifestación nocturna en la comuna de Macul. Cambia el paisaje. Santiago ahora tiene balas y muertos. Como en los días más oscuros que estas esquinas pudieron ver.
No se trata de una línea discontinua entre los últimos días de la dictadura y los primeros años del gobierno de ultra derecha de Sebastián Piñera. Eso que llamamos transición no fue precisamente la instalación de los ciudadanos en la ciudad que habitan; no fue tampoco la devolución del espacio público a las manos de todos. La línea aparentemente discontinua entre Santiago-Pinochet y esa fatídica noche de Agosto esconde un trazo largo, tapado con un montón de tierra y escombros, de historia silenciada, de esquinas adoloridas, de memoria anestesiada.
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CONSIDERANDO: Que la gesta del día 11 de Septiembre de 1973, que libró al país de la opresión marxista, debe ser recordada por las generaciones presentes y futuras, en una obra de gran importancia urbanística,
DECRETO:
I.- Denomínase “Avenida 11 de Septiembre” a la nueva vía pública que corre semiparalela a la actual Avenida Providencia, formando un sistema vial con esta última.-
II.- Tal denominación comprende por ahora los dos lóbulos que configuran la nueva vía; el primero, desde Avda. Miguel Claro hasta Avda. Manuel Montt; el segundo, desde calle Carlos Antúnez hasta Avda. Los Leones.-
Anótese, comuníquese y archívese.-
Alfredo Alcaíno Barros
Alcalde
Decreto N.º 500, I. Municipalidad de Providencia, 29 de septiembre de 1980
El 2 de Julio de 2013, el Concejo Municipal de Providencia aprobó el cambio de nombre de la Avenida 11 de Septiembre por Avenida Nueva Providencia. Se trataba de un cambio histórico, derribar el autohomenaje del gobierno de facto en el corazón de la ciudad para abrir un lenguaje nuevo, alejado de ese legado de autoritarismo y muerte. Se trataba de recuperar el nombre original de la avenida; un recurso simbólico para restaurar un espacio al estado anterior al trauma. Pero dicha avenida, al igual que el resto de la ciudad, ya no es ni será la misma que cobijó a los capitalinos antes del paso implacable de los militares por ella. Y justamente la forma en que se realiza este cambio de nombre emerge como un ejercicio democrático más significativo que la acción de renombre. Responde a una propuesta de gobierno municipal llevada a cabo por una dirigente comunal, Josefa Errázuriz, que llega a la alcaldía apoyada por fuerzas no partidistas, derrotando en dicha elección al ex coronel pinochetista y funcionario de la DINA, Cristián Labbé Galilea. Es decir, una voluntad social expresada a través del voto, el que debería ser uno de los tantos momentos de la democracia, hoy convertido en casi el único, sacaba del poder a un símbolo de la tortura, la persecución y la violencia de Estado, para abrir ahí un camino colectivo a la construcción de la historia.
¿Resume, entonces, el nombre de Avenida Nueva Providencia este proceso de reconstrucción simbólica de una parte de nuestra democracia? No. Durante cuarenta años, Chile ha asistido a lo que Rancière(1) denomina una doble supresión: la supresión de miles de chilenos y chilenas, “y la supresión de los rastros de su supresión”. Cualquier argumento histórico tendiente a construir una ficción de víctimas y verdugos se desarma ante esta trama mucho más compleja en el cual la representación —esta función simbólica del lenguaje— adquiere una importancia vital. Que empecemos a hablar de Avenida Nueva Providencia no restaura una escala de relación con la historia reciente. Más aún, en la simpleza de su accionar, cae en la peligrosa trampa del borrón. No es labor del nombre de una calle actualizar la memoria, está claro, pero las decisiones colectivas dirigidas a la construcción de una memoria activa deben dar cuenta de nuestros procesos. Con el pasar de los años, podría suceder, nuevas generaciones no tendrán noción del ominoso pasado de una de las avenidas principales de Santiago y todo el esfuerzo ciudadano por renombrar nuestro contexto pasará a ser un dato detenido, anecdótico, destinado ya no a las personas que por aquí transitan sino a aquellos que se dedican a estas cosas curiosas que a veces conforman la historia oficial. Me permito una sugerencia: “Avenida Nueva Providencia (ex 11 de Septiembre)”.
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Retomo la relación que mueve este artículo: la pregunta por el espacio público es la pregunta por nuestra democracia(2). Y agrego, es también, y por consiguiente, la pregunta por nuestra historia. ¿Cómo es que nuestra polis disgregada, clasificada, delimitada y fuertemente estratificada tiene la chance de volver a ser (tiendo a pensar que por algunos años lo fue) el lugar clásico del desarrollo de lo político?
Ciertamente la protesta social, la ocupación física de un espacio a la vez llenado de contenido político, aparece hoy como un arma poderosa. Es una defensa de lo público, en cuanto esto se configura no como un conjunto de muebles e inmuebles de propiedad del Estado y por tanto disponibles a la comunidad; tampoco como una medida cuantitativa de participación ciudadana; menos aún, el ejercicio electoral de ir a votar cada cierto tiempo. Lo público se arma en esa relación de los seres humanos con su contexto y sus pares, una trama social específica con una firme orientación constructiva, tanto de realidades comunes como de los sentidos de la historia. Santiago de Chile tiene un lado oscuro: el de los centros de detención clandestinos, el de los cuerpos en el río; el de los allanamientos violentos a las poblaciones, de los secuestros, de las filas de detenidos, de los tanques en las calles; de la casa de gobierno en llamas, de la caída de Manuel Gutiérrez; el Santiago desaparecido. Y, como siempre sucede, un lado luminoso: el de la lucha valiente, el enfrentamiento directo con el poder represivo, el de la rebeldía contra el régimen; el de la resistencia, de las ollas comunes de las poblaciones, de los murales y las iniciativas comunitarias; el del 2011, colmado de personas exigiendo una educación pública bajo el sol, la lluvia, la violencia policial. Un Santiago oculto que emerge cansado de tanta maqueta que de él han hecho, Santiago aparecido, que se sacude el polvo y reclama su lugar: aquel que se ofrece como material disponible para la transformación colectiva.
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(1) Rancière, Jacques (2011). El destino de las imágenes. Buenos Aires: Prometeo Libros.
(2) Ramoneda, Josep (2009). “A favor de un espacio público”, en Ciudades (im)propias: la tensión entre lo global y lo local, Valencia: Centro de Investigación Arte y Entorno, (CIAE), Universitat Politècnica de València.